La última imagen que Susana Rinaldi (Buenos Aires, mil novecientos treinta y cinco) tiene de su amigo Julio Cortázar es la de un hombre, tan alto como frágil de salud, bajando las esclareas de la boca de una estación del metro de la ciudad de París. El escritor había ido a buscar a la vocalista de tangos para ir a comer. “¿Vamos al lugarcito heleno que tanto me agrada?”, sugirió el creador de Rayuela. Fueron y, al finalizar, se dirigieron cara una escuela de actores para poder ver el trabajo final de los pupilos, basado en escenas escritas por Cortázar (“le agradaba mucho el teatro, deseaba ser dramaturgo, mas afirmaba que no le salía”) cuando, de repente, el profesor del cuento corto se detuvo y le preguntó a su amiga:
—¿Tú crees que voy a poder regresar allí?
“Allá” era Buenos Aires, la capital del país que entonces, aún, estaba bajo el dominio de una dictadura militar.
—Y, de qué forma no, Julio. De qué manera no podrás regresar. Mas qué dices.
El fabulista grandulón inclinó la cabeza y solo afirmó “vamos.” Avanzaron los 2 en silencio hasta el momento en que se encontraron con una estación de metro y, nuevamente, habló:
—Mirá: no iré a lo del teatro, disculpame.
Y el pibe que arrastraba las erres al charlar en español bajó las escaleras y desapareció.
“Julio terminaba de perder a su última compañera, que fue Carol, y como que ya se había hecho a la idea de que su vida terminaba”, recuerda ahora Susa Rinaldi —la cabellera blanca, las lentes finas, el sobretodo gris plata, los recuerdos encendidos— en la cafetería de un hotel de la villa de Madrid. El día de hoy y mañana presenta Rememorando a Julio Cortázar en los Teatros del Canal, un espectáculo con múltiples de las anécdotas que vivió con el creador que este dos mil catorce hubiese cumplido cien años, unidas por una sucesión de clases de tango. “Vengo a charlar de él en un escenario. Por el hecho de que muchos han hablado de él por medio de libros, que no está mal, mas deseo cantarlo y charlar de la persona, por el hecho de que soy de las pocas que pude conocerlo en profundidad. Y no te cuento más, querido. Por el hecho de que si no, no irás a ver el espectáculo. Y, bueno, asimismo pues un espectáculo no se cuenta. Un espectáculo se hace.”
Susana Natividad Rinaldi, a quien muchos llama “La Tana”, fue actriz de teatro, cine y TV ya antes de dedicarse a cantar la música ríoplatense que el versista argentino Enrique Beatos definió como “un pensamiento triste que se baila.” Cuenta que un día, en una celebración de Carnaval, salió al escenario y también hizo una cosa diferente (cantar tangos) y, desde entonces, el público decidió que ese sería su destino. “Honestamente de esta forma fue. La gente decidió sobre mí. En esta oferta y demanda que es un intérprete, la gente me escogió más como vocalista de tangos que como actriz.”
Hija de un italiano acaudalado y de una argentina obrera, nació en el distrito porteño de Caballo (“un distrito completo, digo , donde se mezcla gente de todo tipo”) y afirma que siempre y en toda circunstancia ha estado cerca de lo que le pasa a los ciudadanos y a sus compañeros artistas. Ha sido vicepresidenta de la Asociación Argentina de Intérpretes, miembro del Congreso de los Diputados local en la ciudad de Buenos Aires y ahora es agregada cultural de la embajada argentina en la ciudad de París. Mas ya antes de todo esto, se dedicó a propagar por múltiples países lo que llama la otra cara de la escuela de tango. Pues siempre y en todo momento ha cuidado que en su repertorio no estén canciones arrabaleras y sexistas (si bien sí fatalistas), tan peculiaridades del género.
—¿Cuáles son los tangos que no ha cantado y no cantaría?
—Y, bueno, Codo con codo me semeja un desastre. Lo lamento por el hecho de que lo escribió Gardel, pero… es un desastre. Por el hecho de que tiene un argot tanguero en que pareciese que hay una necesidad de infamar a la mujer inevitablemente y, a mí, eso no. Tampoco volvería a cantar el día de hoy Cambalache. Por el hecho de que ya tengo la edad que tengo y, entonces, creo que no es cierto que el planeta fue y va a ser una bazofia. Yo estoy encantada con la ciencia y la tecnología de el día de hoy. Bastante gente trabajó para todo lo que ahora gozamos y eso no puede ser malo.
—¿Y por qué razón, en su instante, cantó Cambalache?
—Porque era el reflejo del dolor que padecíamos en Argentina. Y no siento el día de hoy la necesidad de regresar a cantar eso. Un intérprete tiene que tener la dicha que da la libertad de elección de lo que desea cantar.
Por ser tan minuciosa al seleccionar su repertorio, al comienzo los tangueros tradicionales la rechazaron. Fuera de Argentina, en cambio, la idolatraron al momento. “Esos es de esta manera, querido. Lo que interpreto es más apreciado en el extranjero. Hasta en los países norteños, donde me afirmaban que la gente era friísima y reservada. Una vez mi hija, que asimismo es vocalista, me afirmó que no iba a verme a un espectáculo por el hecho de que, cuando iba, lloraba mucho. Fue una buenísima explicación. Pues se refería a la melancolía de mis canciones. Nosotros, los argentinos, tenemos una posibilidad emotiva muy grande que tiene por nombre melancolía. Mas muchos capitalinos tratan, ineficazmente, de ahogar ese sentimiento.”
En mil novecientos setenta y cinco, Susana Rinaldi se vio obligada a salir de su país. “La mano dura se apreciaba poco a poco más y prohibieron mis espectáculos. Vine a España, mas no vi posibilidades de hacer algo. Proseguí y llegué a París”, cuenta ahora, entre sorbo y sorbo de té. En la primavera de aquel año, recién llegada a la capital francesa, su compatriota y amigo Pepe Fernández (renombrado fotógrafo del mundo cultural), la invitó a comer a su casa (“fideos, que era lo único que tenía para ofrecerme”). A llegar, le dijo:
—Invité a un amigo que desea conocerte y que le firmés tus discos.
Susana Rinaldi creyó que le estaba tomando el pelo. “Es que era un instante en que no era absolutamente nadie en Europa. Terminaba de llegar a Francia y sabia que no había discos míos ahí, absolutamente nadie me conocía. Para nada”, recuerda.
Sonó el timbre de la casa y cuando Fernández abrió la puerta, Rinaldi vio a un gigante. “Yo estaba sentada, me viré y no acababa de levantar la cabeza de tan alto que era ese hombre. No lo reconocí al momento. Entonces recordé que esa cara la había visto en la solapa de sus libros y… ¡me di cuenta! Deseé levantarme y me dijo: ´de ningún modo.´ Y se sentó a mi lado, en el suelo. Me dijo: ´yo te he traído esto.´ Eran discos. No cedés, nene. ¡Discos! De treinta y tres revoluciones, que había comprado en la ciudad de Buenos Aires, en el año setenta y tres. Ahí estaba ese hombre que sabía todo, que entendía todo. Con una afabilidad, con un ademán protector, que parecía decirme: ´yo te entiendo, sé con lo que pasas. Vamos, adelante.´”
Empezó de este modo su amistad con Julio Cortázar, cuyos detalles va a contar este fin de semana encima de un escenario. “Es que, mirá: esencial unir la música y las palabras merced a la melancolía. Que no se pierda esto. Por el hecho de que semeja que la música ahora es otra cosa. No únicamente por lo estruendosa, en ocasiones. Es que la música de el día de hoy, sobre todo la música popular, busca más dispersión que concentración. ¿O bien no?”